La
Habana y su curioso balneario
Quien
visita o vive en La Habana, la ciudad que en este noviembre cumplió 495 años de
su fundación como Villa, no se imagina que esa amplia avenida paralela al
malecón, con olor a salitre y un paisaje verde azul que se pierde allá, en el
infinito, fue lugar donde se dieron cita los habaneros de mejor posición social
a partir de 1854 para probar con beneplácito la frescura de un baño de mar,
pero no en los arrecifes del litoral, sino en unas pocetas abiertas golpe de
pico por negros esclavos.
Aquello era algo sensacional en la época y a la par que hacía las delicias de los bañistas, representaba un fuerte filón para el propietario del balneario, que cobraba veinte centavos o el doble de esa cifra si los clientes usaban las toallas que ofrecía, junto a un calzón o batilongo, los cuales constituían los trajes de baño que estaban de moda en aquellos tiempos, cuando se trataba de enseñar lo menos posible.
Desde La Punta hasta donde está hoy la
estatua del Lugarteniente General Antonio Maceo, en el malecón habanero,
estaban ubicadas las pocetas horadadas en los arrecifes, allá por la medianía
del siglo diecinueve.
Se cuenta que los propietarios de
aquellos balnearios los alquilaban a empresarios explotadores, a razón de 3 500
pesos por temporada, y comprendía desde el primero de abril hasta el último día
de octubre.
Las pocetas abiertas en las rocas tenían,
generalmente, unos doce pies cuadrados, con seis u ocho pies de profundidad, y
peldaños hechos en el mismo arrecife, además de dos aberturas de un pie, por
las que entraba y salía el agua y evitaba así el baño a mar abierto.
De esa forma se contaba con una medida
segura ante el posible acoso de los abundantes tiburones que merodeaban por las
costas habaneras.
LOS BAÑOS DE
MAR SE AMPLIARON CON NUEVOS BALNEARIOS.
Hacia 1864 surgió otro lugar
de atracción para los pobladores de la capital del país: los baños en la playa
de Marianao, adonde los veraneantes se trasladaban en coches tirados por
caballos en un viaje que duraba dos horas.
Allí un catalán llamado Francisco Tuero edificó unas casetas que tenían dos
taburetes de cuero, percheros y un largo ropón de percal rojo, para quienes
desearan usarlo. Las mujeres se bañaban dentro de un
reservado de paredes de yagua y pencas de palma.
Como era un
negocio jugoso, surgieron otros dueños y sociedades y en los primeros años del
1900, se crearon nuevos balnearios para la aristocracia habanera, que luego se
modernizaron.
Con el tiempo las rudimentarias casetas se
transformaron en clubes exclusivos y los ropones para bañarse en pequeñas
trusas.
Las
piezas para el baño siguieron evolucionando, hasta llegar al hilo dental,
aunque cada quien los usa según su gusto y selección.
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